Estampas Misioneras

TODO LO TIÑE DE ROJO.
Todo lo tiñe de rojo. Los bordes de las cortinas. Las rendijas de los pisos. Los bordes de las botamangas de mis pantalones. Es así de invasora. Sutil para dejarse amar y al mismo tiempo ampulosa para adueñarse de los intersticios del alma. Tierra misionera. ¡Qué otra cosa! Única como el sol de sus atardeceres. Sus lomos verdes y la variedad de ojos de su pueblo que mira con la mirada de un yaguareté.
Llegué a sus márgenes sensuales y me acariciaron sus mentiras. Misiones miente para no herir a nadie. Miente despacito. Suavecito. Nunca te dice que no. Nunca te dice que si. Vive en la frontera de los afectos y de los rechazos. Misiones es una hembra roja. Solo el instinto de una mujer puede dibujar en el espacio de un papel las muchas vueltas de un sueño.
Llegué a ella como su misterioso pombero. A las dos de la madrugada. El tren Gran Capitán tuvo el atrevimiento de estremecer el silencio de la estación de Garupá en la noche de un sábado de verano. De entrada nomás me hizo saber que era difícil conquistarla. 33 horas de viaje interminable por vías envejecidas en un olvido premeditado. Antonio me buscó con su vieja camioneta Chevrolet 72 que roncó para subirse a los durmientes y acercarse al andén de culata. Me estuvo esperando en vela y en vilo. Paciente y servicial para el favor desprendido de una incipiente amistad. Actitudes que solamente se ven en el mal llamado “interior del país”.
Esa noche había una luna nueva sacando la cabeza por las nubes. Iluminaba los rieles de acero y se escondía. Luna “chusma” pensaba; quiere saber quien es el tipo nuevo que vino en el tren insoportable.
Al salir de la estación descubrí a vecinos charlando campantes en las veredas. Música de fondo y mate en mano. Vecinos que miran a los que los ven al pasar. Los siguen con la mirada hasta descifrar que llega un forastero o un conocido. Música bailantera de fondo. Nada más. Un espacio de extraña fantasía sobre un mundo alegre que no existe en sus vidas anónimas. O almas desocupadas. ¡Quien sabe!
Vengo de renegar de la gran ciudad. De sus periferias embrutecidas y amontonadas. Por eso me atraviesa el frío de la desilusión al escuchar esa música angustiante de los desamparados; música marcada por el ritmo tribal de los despojados de todo; vengo cansado de luchar contra la ignorancia recalcitrante de los promotores del desmembramiento social. Esa música no es música popular; en todo caso llegó para desplazarla a los rincones donde la cultura popular de enmohece; el negocio, en forma de radios, televisión y editoras musicales, no se fija en asuntos trascendentes como la historia natural de los pueblos, la razón de ser de la familia, la salud mental de nuestros jóvenes y el futuro de nuestros hijos. Industrias seudo culturales donde las ancestrales tradiciones de los pueblos son pasadas por una picadora de carne y vendidas como comida rápida.
Traigo la inercia de farfullar y el traqueteo mental de las metrópolis que nada tienen que ver con esta insinuante paz que se descuelga del cielo encandilado por la luna veraniega. El cansancio vence a las peores ideas y el sueño aplaca los deseos de incesantes venganzas. Es casi una sentencia firme el dormir.
En la mañana salí a reconocer mi barrio. Fue edificado en un yerbatal arrebatado por el progreso según me contó una de las vecinas pioneras de Garupá. Caminé por sus calles de piedras lajas negras dispuestas como una cáscara de huevo pisada. Miré hasta el cansancio sus lapachos y sus casuarinas.
Al doblar en una esquina, una anciana barría despaciosamente una vereda de ladrillos entramados. Me llamó la atención su casona. Esas construcciones antiguas pero hermosamente conservadas. Le dicen Muñeca y se nota que fue una bella señora aún a sus 84 años. Fue la maestra del pueblo.
La casona barroca italiana fue construida por un paisano de la baja Italia venido de Corrientes. Muñeca me contó que los ladrillos de 45 cm. fueron pegados con barro del arroyo Garupá. Su padre la hizo para su madre con el fin de convencerla de venir a vivir al pueblo desde la capital correntina. Y se esmeró con el argumento. No escatimó esfuerzo ni dinero. Aún siendo empleado del correo postal de la época logró levantar el caserón. Y esa casona fue farmacia, fue sede del primer teléfono del pueblo, y fue pensión donde llegó a vivir recién casado un telegrafista del ferrocarril que a la postre se transformó en el fundador del diario El Territorio.
Muñeca me mostró la foto impresa de su bella casa aparecida en la enciclopedia de un diario porteño llamada “Pueblos de la Argentina”. Sorprendente. La misma casa, la misma calle y el mismo paisaje sereno de los árboles “chivatos” al fondo.
Las páginas de papel satinado hablan de aserraderos, del monumento al Indio y de una antigua pobreza nunca erradicada por los funcionarios de la injusticia.
El aire fresco invade a los vapores húmedos que se pasean como fantasmas por los senderos de la plaza. Un farol roto que nadie arregla y que nunca pareja alguna de enamorados reclamará por él en defensa de la penumbra para los besos.
La combinación de humedad y calor vuelve a los mosquitos insolentes. Para el colmo por todos lados se escucha sobre la fiebre amarilla, una de esas enfermedades del siglo 19 que volvieron como si nada cuando los medicamentos comenzaron a engordar a los vectores. “Son los que pican de día” dicen los lugareños que muestran como carta de inmunidad la secuela cicatrizal de la vacuna.
Esa tarde, como al pasar, llegó Don Hermenegildo. Con su gesto de paisano respetuoso pidió permiso al entrar. No bien se sentó en la silla ofrecida con mucha alegría – porque escucharlo es garantía de un puñado de historias en un santiamén – me preguntó por la familia y los hijos. Le dije que tengo dos y averiguó ¿Un casal? – Sí - le contesté. Don Hermenegildo – a secas, como le gusta que lo llamen - es un paisano misionero de pura cepa. Nacido en la comarca de 25 de Mayo se afincó por la zona de Garupá tras ser contratado para cuidar unas hectáreas para un pequeño terrateniente de abolengo. Tiene esa casa de madera construida con sus propias manos con rezagos del aserradero, 2 vacas lecheras, y una variada cantidad de gallinas, patos y guineas. En la primera impresión a uno se le viene a la memoria el célebre personaje de Guiraldes pero rodeado de tierra colorada. Vendría a ser como un Segundo Sombra del extremo norte litoral. Al hablar tiene la cadencia de todos los lugareños pero con un estilo especial que exige duplicar la atención en lo que está diciendo para poder entender el conjunto de ideas que emite al mismo tiempo. Al escucharlo es posible imaginar una suerte de ramificaciones temáticas, que salen como riachos verbales.
Le alcanzo un mate frío advirtiéndole mi poca sapiencia en la preparación del tereré, pero el aceptó por consideración el convite. Ahí mismo me describió que el usa cocú, carqueja y marcela de la capuera. “Refresca las entrañas” me aseveró con la practicidad de un avezado curandero silvestre.
Arrancó contándome por la chancha que había carneado para las fiestas de fin de año. “¡Mas de 200 kilos de producto dio ese animal! afirmó – pero comieron todos y aún me queda grasa para derretir para la torta frita!
Acto seguido relató sobre Don Guzmán un vecino misionero que volvió al pago desde el conurbano bonaerense con su esposa después de jubilarse; a esa familia semanas atrás le entraron – me contó – unos rateros de prontuario que todo el mundo sabe quienes son....pero nadie quiere señalar. De paso los acusa de ser los mismos autores materiales del abigeato de una de sus vacas. “Hasta caballos roban porque ya están arreglaos con el frigorífico”.
Con jugosa descripción dijo que los bandidos barriales usaron una tenaza “sargento”, de esas que pueden cortar hierros, para romper la reja; “¡una reja que usted puede tener un león a dos metros y no sentir miedo porque no puede pasar!” – exclamó. Toda clase de advertencias y cuidados salen de su mezcla de asombro y resignación por las cosas malvadas que acontecen.
El mismo hombre es peor que Satán – argumenta; usted ve en el campo a un toro lamiendo a un ternero…pero el hombre es capaz de las peores acciones; cómo se puede explicar que un padre abuse de su hija – inquiere – su propio hijo! Cuando uno hace todo lo mejor que puede para criarlo, para que el día de mañana sea una persona libre y decente para la sociedad! Un hombre real no hace esas cosas. Me quedó grabado esa innovadora frase: un hombre real. No deja lugar a un resuello del cerebro con esa copiosa lluvia de imágenes que derrama sobre la humanidad del que se anima a seguir su animada charla, con esa manera arrastrada de hilar las palabras en las últimas sílabas de los misioneros.
Pasó Don Hermes – como comencé a decirle por la costumbre porteña de acortar los nombres - a hablar de la cosecha de la mandioca y sus secretos. Me enteró que no es fácil el cultivo de la mandioca cuando la lluvia no llega a tiempo; que necesita por lo menos 4 o 5 carpidas de tierra para que este a punto en la cosecha por el mes de marzo o abril. Ahí no más reflexiona que todas las cosas necesitan su momento justo, su equilibrio, ni poco ni demasiado; lo necesario. Habla de cuidar las cosas que la vida nos va dando y me deja un refrán que alguna vez lo escuche en otras latitudes: el que no cuida lo poco no sirve para tener lo mucho! Dicho por la boca de él suena a una sentencia irrefutable con la pátina de la experiencia de sus cincuenta y tres años. Se levanta y me describe como arregló su máquina desmalezadora; con orgullo me dice que la descarbonizó y que ahora funciona magníficamente. Dice que le pone la mezcla justa de aceite y combustible; ahí nomás compara esa mezcla combustible con la sangre humana; así son las cosas – argumenta – cuando la sangre está débil el hombre cambia de color, pierde fuerza; las máquinas son parecidas…tienen que tener la mezcla justa sino se echan a perder!
Hermenegildo es como un predicador sin veleidades. Hay asuntos que no comprende de una sociedad que derrumbó sus bordes morales.
Otra vez pienso en Misiones. Su manera de ser. El ni y el so. Su manera fronteriza de pertenecer a la vida del país. Crisol de multitudes trashumantes si nos avenimos a aceptar sin expulgar las connotaciones de la vieja denominación de “Crisol de razas”. Las razas no se funden como los metales; ni aún los metales se mezclan del todo; apenas comparten un espacio molecular en este universo y de nuestro país con nombre de metal. Prefiero pensar que Misiones nació de la nada, como un paraíso cósmico en la Vía Láctea, con sus bordes acuáticos y sus cascadas desesperadas de luz saliendo desde los túneles verdes. Prefiero recrear una historia singular para pensar a Misiones como la orilla paranaense de los sueños de muchos olvidados por sus propias desgracias y desencuentros; egoísmos que condenaron al hambre filial y a la expulsión de miles al exilio por terror, de la vieja Europa. Se van los pensamientos sobrevolando trincheras heladas de la post guerra. Se rompen como pompas de jabón ante el intempestivo ladrido en medio de la calle. ¿A donde va ese hombre con su perro? Los dos caminan cansinamente. Hay un destino cerca por el que nadie pregunta; solamente un extraño ávido de saber pequeñas cosas de un pueblo acostumbrado al silencio, a callarse y no meterse, pero sí a comentar en las penumbras su desasosiego y sus miserias.
Misiones vuelve a teñir mi sangre. Me da su espacio para fundar una muerte tranquila, despaciosamente urdida como lo hacen sus plantas tropicales que mueren en las sombras de la selva. Es un bautismo de amor en rojo y verde. Se me ocurre que puedo pintar a esta comarca de misterios con colores simples. Y amarla mientras pasan los días.

LOS CAMINOS Y LOS RIOS.

“Los caminos pertenecen a la historia y los ríos a la geografía; la historia no la hacen los hombre sino que la soportan, como soportan la geografía. Y la historia por lo demás esta en función de la geografía; los hombres procuran corregir la geografía”.
Del libro Don Camilo - Un mundo pequeño. De Giovanni Guareschi – Editado en Bs. As. en enero de 1952.

Mirando las vías de la vieja estación aún cuesta imaginar el próximo proyecto de expansión empresaria de Don Casimiro de poner trenes último modelo y de alta clase hasta Encarnación. Más bien Garupá revela inevitablemente la necesidad de ir al pasado por esas saudades de lo que podría haber sido y no fue. Porque es triste enterarse que antes este pueblo tenía más vida que ahora. La fábrica de jugos, la yerbatera con el secadero modelo y el tráfico de tabaco rumbo a Buenos Aires repican en los recuerdos de los antiguos lugareños.
Que hayan pasado Juan Manuel Fangio y los hermanos Gálvez en 1949 con la viejas cafeteras de Turismo de Carretera puede ser una nota interesante para los amantes del automovilismo, pero que hubo que parar la carrera porque había que llevar a una parturienta al hospital por el único camino que existía, ya se vuelve una anécdota más que singular.
El nombre de Garupá según dicen los entendidos proviene de un vocablo guaraní que significa “embarcadero de canoas” y es fácil imaginar que sobre el remanso de la desembocadura en el Paraná este arroyo “casi río” fue un lugar para dejar al descanso de la luna los primitivos botes de pesca y mariscado.
Este arroyo Garupá nace en las Sierras de San José y pasa con sus aguas por los departamentos de Alem y Candelaria y apenas 4 kilómetros definen su nombre.
Sobre el Garupá en antaño hubo un puente de madera y bajo su guardia se supo hacer el Festival del Litoral. Allí los cantores se presentaban en un escenario montado sobre canoas y al suave vaivén de las aguas. Habrá que imaginarlo.
La altura máxima de su relieve la ostenta el Cerro Garupá con 169 metros de altura.
La geografía marca la historia de los hombres y Garupá no escapa ese destino de altibajos y meandros.
Garupá por pocos kilómetros casi pertenecía a la provincia de Corrientes cuando en el año 1896 se establecieron los límites regionales. Garupá antes se llamaba “Pueblo General Rudecindo Roca”.
En 1911, cuando comenzaron las obras del ferrocarril, las cosas se volvieron más claras y fueron los propios operarios los que se asentaron a la vera de su nombre. Entre esos constructores de la estación figura el padre del ex Presidente Arturo Frondizi. Otros apellidos que quedaron ligados a sus raíces fueron los de Aurelio Villalonga ( 1880) Martín y Ana Corti, Víctor Mutinelli, Jerónimo Leis ( el de la Parada Leis), Pedro Núñez el dueño de los campos yerbateros, Pablo Stockar Von Neufoms, Leopoldo Lanús ( el de la Villa Lanús, empresario que llevó productos de Garupá hasta California – EE. UU. en 1915) y algunos descendientes con estirpe como Don Justo José Urquiza Anchorena.
Muchos pobladores recuerdan las épocas de oro garupenses; en 1928 con la instalación del Mercado Consignatario de Yerba Mate y en 1941, con la Citrícola, que daba trabajo a muchos de los que hoy son los abuelos de aquí. Desde la estación salían vagones repletos de tabaco, té, yerba mate, tung, arroz y naranjas rumbo a Buenos Aires. Un detalle más: ¡en Garupá se cosechaba arroz!
Metida en la filigrana de la historia esta “Muñeca” el sobrenombre de Lidivina Rita Ramona Corti. Casi 80 años viviendo en el pueblo facilitan la remembranza.
Ella dice ser la mezcla de un italiano y de una madre, hija de indígenas correntinos. Fue la responsable del primer teléfono público de ENTEL trabajando desde las 7 de la mañana a las 10 de la noche por 22 años. Con ese sueldo dice orgullosa que crió a sus 4 hijos decentemente luego de haber enviudado. Nos cuenta que dejó en manos del Intendente Sofanor Suárez ( 1983 – 1989) aquella responsabilidad. Hoy cuenta 19 nietos y 7 bisnietos.
En la casona que habita – declarada monumento histórico – vivió en sus primeros años de matrimonio Don Humberto Pérez, el fundador del Diario El Territorio, cuando trabajaba con empleado administrativo del ferrocarril Noreste Argentino.
Muñeca dice que el pueblo “crece pero sin educación” y propone que se instituya “ un poco de deporte para que los chicos se entretengan en algo; sino se ponen a tirar piedras, rompen los vidrios, rompen los árboles”
Habla de su padre, Don Pablo Corti, que fue el pionero en tener un colectivo “ laaargo” marca Rugby con el que llevaba los votantes de Santo Tomé hasta Ituzaingó a votar en épocas de elecciones, porque en Misiones no se sufragaba por ser Territorio Nacional. Hacía viajes de turismo hasta Salto Encantado cuando “no había ni caminos”. En 1937 “pudo venderlo y comprar un Ford cero kilómetro, y con ese llevaba a los chicos al colegio y a la gente de las yerbateras y tabacaleras a cobrar al banco en Posadas”. Recuerda a colonos como Don Guillermo Kelsel, a Don Fuchs que “alquilaban piezas al costado de la estación para unos 50 obreros” que estiraban las vías sobre durmientes de urunday.
Doña Lidivina añora esos viejos yerbales y reniega de las casas del IPRODHA que se edificaron en esos campos por los que ella supo jugar siendo niña.
La casona fue construida por dos italianos que su padre trajo de Corrientes, uno de apellido Piergallini y el otro de apellido Nanni , que pegaron los ladrillos con la arcilla “ñaú” sacada de las orillas del arroyo Garupá. Uno de los nietos de Nanni trabaja en SAMSA hoy en día.
Don Pablo, el visionario de los colectivos le decía a su mujer que “no iban a pasar 50 años que Garupá se iba a unir con Posadas” un poco para convencerla de que el futuro era signado por un inevitable progreso, ya que no quería quedarse a vivir.
Muñeca recuerda que en su casa también funcionó la primera farmacia, donde un farmacéutico italiano de apellido Calvosa fabricaba los remedios y una pomada para el “pique” un bichito que se mete en los pliegues de las manos y los pies. “Yo lo combatí con creolina y con ceniza – nos agrega.
Nos cuenta que “A Fangio y a Gálvez lo conocimos personalmente porque pasaron por acá” y señala el viejo camino que hoy se llama avenida Las Américas. “Nosotros les hicimos la espera y le tiramos flores al paso…mi cuñada – hoy de 82 años – era maestra de la escuela 57; ¡Ese día tuvo familia…tuvo dolores de parto y cortaron la carrera para que ella pudiera llegar a Posadas!
Los lugares se hacen con pequeños gestos de solidaridad; las comunidades se construyen con actitudes de amor al prójimo; Muñeca rememora aquella vez en que Don Federico Spengler le regalo una lámpara Petromax para que sus hijos dejaran de estudiar a la luz de una vela. O cuando otro italiano, que fabricaba jugos de apellido Moravito, traía ropa usada desde Buenos Aires para repartir entre la gente pobre.
La Navidad está próxima a llegar y Muñeca nos dice que una vez más armará el pesebre con un Niño Jesús, que pertenecía a su madre y que al llegar el 2009 cumplirá 100 años.

EL ARBOL JAPONES
Hoy planté un árbol en mi casa nueva. Ahuequé la tierra dura, tosca del suelo misionero. En vez de un hoyo me pareció por momentos que tallaba una maceta en el suelo. Ser arqueólogo en Misiones debe ser una tarea enjundiosa, dije para mis adentros. Un árbol predestinado para ese lugar en mis sueños. Un árbol que me acompañó desde un pequeño gajo con algunas hojitas, que amorosamente plantó doña Presentación, una adorable viejita nacida en Formosa, que no se si esta viva o ha muerto ya. No quise enterarme de ese desenlace. La última vez que la vi en el barrio bonaerense de Carapachay, estaba muy enferma; la visité hasta no poder soportar más su decadencia física. Supongo que falleció. Si así es, tengo la certeza del cielo para ese alma extraordinariamente buena que conocí. Ella me hizo degustar la famosa sopa paraguaya a la que uno espera con la cuchara en la mano y se lleva una notable sorpresa. Ella me habló de las virtudes de la mandioca. Sé que me quería. Al árbol de Gingko Bilova, lo tengo desde hace 4 años; me di cuenta porque es un fósil viviente y soportó las consecuencias de la bomba de Hiroshima. Lo mantuve encerrado en una maceta de plástico y resistió estoicamente los fríos y los veranos que pasaron en la casona de Villa de Mayo, en la provincia de Buenos Aires; luego se mudó conmigo a la casa de Martín Coronado; y finalmente lo traje a Garupá en el furgón del tren el Gran Capitán. Llagamos juntos a las dos y media de la madrugada a la vieja estación después de 33 horas de inusitado viaje. Hace unos días noté que estaba medio caiducho. Me fije detenidamente y unos hongos habían hecho presa de sus ramas. Con paciencia saqué uno a uno a los invasores y le rocié un fungicida. Hoy planté el árbol que ella, doña Pre – como le decía - me dio con cariño y desprendimiento. Fue una sencilla ceremonia entre mi fe y el cielo. Clamé a Dios que ese árbol represente mi raíz en esta tierra roja. Y medité. Y hablé diciendo: “árbol tal vez yo muera antes que vos; ojalá tu sombra sirva para mis hijos y mis nietos. Crece y gana el cielo mientras yo esté aquí para verte; crece porque quiero ver la luz del atardecer romper como agujas tornasoladas por el borde de tu follaje”. Un árbol símbolo por su historia de amor y por su futuro de sueños. Ese árbol y yo luchamos juntos para venir a echar raíces en el suelo misionero.


PAN CASERO.

El viento empujó a la lluvia tan esperada. El viento pasó y la lluvia quedó con su compás acariciando el alma que suspiró una bocanada de aire fresco después de varias jornadas de intenso calor. Garupá respira.
Llueve como cuando era niño. Esas lluvias copiosas y cálidas a la vez. Debajo del cielo gris, de los truenos, el sol espera a su turno. Cuando las débiles gotas caen por los bordes de los techos, los rayos de luz rompen la cortina de nubes. Y vuelve una sensación de vapor al galope de átomos suspendidos.
La lluvia de verano, corta, como algunos amores, basta para el gorjeo de los niños, que saltan en los charcos. Y juegan los juegos que yo jugaba. Y soy tiernamente feliz al verlos, porque alguna vez tuve la dicha de sentir la felicidad de un niño brincando en la lluvia, con las ropas mojadas.
¿Acaso desde allí arrancará mi ser interior la vida que dejé a un lado para emprender las veleidades de las grandes urbes y las megalomanías de los hombres vacíos de gracia?
Amo la calma después de la tormenta. Los sonidos se hacen más nítidos. Hay un silencio respetuoso de la tierra a la lluvia. Los perros – inútiles ladradores de la nada – rompen a lo lejos la suavidad sonora de las gotas dejándose caer mansamente. Algún niño pequeño también llora, pero todo es parte de la vida.
Como si estuviera esperando que amainara, apenas abrió el telón del cielo a un sol filtrado pero igual de luminoso, se escuchó su voz alargada en la oferta: ¡paan caserooo!
Con su canasta pendiendo del antebrazo como acero bruñido, lleva los panes recién horneados. Camina con pasos de garza de los pantanos nuestro panadero. Pan de barrio es lo que vende. Pan hechito al horno de barro con leñas de pino, paraíso y eucaliptus. Pan amorosamente acomodado en el canasto de mimbre.
Ligeramente salado pero con una masa esponjosa se deja saborear con un poco de manteca y un mate preparado para la ocasión. Rodajas que llenan el alma.
No es mismo pan industrializado. Es aquel pan único, irrepetible, amasado a puro refriegue de manos que van y vienen sobre una batea de madera. Amasado con tiempo y leudado con paciencia.
Lluvia, pan y manteca. Una combinación que solamente puede ser apreciada en la dimensión de las cosas simples de la vida, sin ceremonias ni relatos de gourmets televisivos, cuando una hogaza llega a tus manos con la sencillez de un panadero trashumante que lo desenvuelve de un blanco mantel ante tus ojos. Solo es posible en aquellos lugares donde se detuvo el tiempo a reencontrarse consigo mismo.


LA POLACA.

Mira con sus ojos azules poniendo su rostro ligeramente de costado; sonríe al mismo tiempo que estudia a su interlocutor; te avista como a una presa; lo aguarda como a un peligro latente. Es la mezcla de una cazadora alerta y de una mujer que necesita ser amada.
Se le nota la gringada en su cuerpo esbelto, y en su actitud de que la vida es interminable porque no hay hora en que sus manos reposen serenamente. Van desde la cocina al jardín a regar las plantas. Vuelan por el patio y se asientan en el tendedero de la ropa.
Dice que nació en el campo y su hablar confirma su sencillez.
Intuye el peligro. Y huye con rapidez. No tiene otra manera de responder a los riesgos de la vida. Sale para hacer lo necesario o lo conocido. Pisar el suelo firme y marcado por la seguridad de sus anteriores pasos.
La Polaca. Así la llaman en el barrio porque dejó trasuntar su origen familiar entre las vecinas que frecuentan la necesidad de saber sobre la vida de los otros.
Hace unos meses enviudó y sus penas se disimulan en su constante sonrisa de 38 años. No vi antes una mujer que sin ser modelo, le quedara tan bien el azul eléctrico en un vestido. Termina de definir el carácter de su figura un pelo rojizo como el dulce de membrillo.
La Polaca cuenta con una fluidez asombrosa asuntos diversos de su vida en la colonia. Habla de la cría de cerdos y gallinas, de hortalizas y sembradíos, de pronósticos climáticos por el viento y la luna, de preparar la tierra y sembrar en el tiempo justo.
No pasó demasiado tiempo de su llegada al barrio que – casi por el orden natural de las cosas – construyó una pequeña verdulería y carnicería. Nadie mejor que ella en su salsa. Las verduras más frescas están en su negocio, y uno no tarda en reconocer que no debe ser fácil venderle en el mercado central a alguien que conoce a las verduras desde el mismo momento en que brotan.
A la tardecita, cuando baja el sol se sienta junto a sus flores a tomar mates dulces con hojitas de pasto limón.
La Polaca; así nomás se llama su verdulería. Sin ir más lejos de su identidad genealógica. Papa dos con cincuenta y zapallito tres. Mandioca pelada lista para hervir. Simple. Elemental. Vivir amando lo que se es. Pocas personas pueden hacer semejante resumen sin complicarse la vida. Algunos van años al psicoanalista. Nuestra Polaca expresa su armonía existencial cuando pregunta: ¿Qué le dice que le va a llevar? Solo por un detalle ella también sucumbe a las imperfecciones de lo humano. Riega las plantas como forzando a la primavera. Tal vez algún día brote en ella nuevamente una flor.


LA MOROCHA Y GALAN DE LOS SETENTA.

Una noche en el rowing. ¿row qué? Si en el rowing…el CAPRI hombre! (después supe su significado: Clubes Asociados Progreso Rowing Independiente) Así comenzó mi diálogo con el amigo que me invitaba a conocer a parte de la sociedad de la capital misionera. Por vez primera llegaba a oídos el nombre de un reconocido club ubicado en las orillas del Paraná, justo en un recodo peninsular del vasto río aleonado.
Llegué al atardecer, cuando el sol se ponía sobre las aguas en un despliegue de tornasoles azulados, anaranjados tirando a rosa viejo. Una sublime hora en la que los pájaros costeros pugnaban en la frondosa arboleda como agentes de bolsa en las horas pico, por un espacio para posar su sueño.
Esa noche se organizaba una fiesta de carnaval para recaudar fondos a beneficio. La organización estaba a plena marcha. Los equipos de sonido que parecen placares por un lado, las mesas con manteles blancos en la cancha de básquet por el otro, las cantinas con sus apiladas dosis de vinos, cervezas y champagne, más al fondo.
Los preparativos de un bacanal o la antesala de la unas horas en las que la vida de las gentes pasa al territorio del olvido de las asperezas o las obligaciones de este mundo.
Inevitablemente con ese decorado natural aunado a una graduación de pócimas ubérrimas en lúpulos o taninos madurados más un baño de ritmos musicales de los dorados (o añorados 70) hacen que el péndulo de la vida, se detenga en algún lugar del cerebro.
A las diez de la noche fueron llegando los primeros invitados con un paso relajado y a la vez cauteloso; los cuerpos al llegar a una fiesta hablan por sí mismos; dicen aquí está entrando fulano y familia, venimos en son de divertirnos; al mismo tiempo el radar del entusiasmo registra las imperceptibles señales del ambiente para sintonizar las actitudes del resto.
A las primeras caras conocidas brota el saludo circunstancial, y las reverencias de algunos como si vinieran de Europa; están los sencillos, los ampulosos y los escuetos gestuales.
Los chicos buscan otros chicos y se sueltan rápidamente de las manos de sus padres que los liberan al retozo porque después de todo están el club a donde los traían con la mamadera en el bolso.
Pasan los minutos y los autos se van encadenando en el estacionamiento. ¡Qué noche será esta noche! – digo para mis adentros.
La vereda de cemento se transforma en una pasarela de bonitas mujeres acompañadas de otras mujeres que tienen buen lejos y extraordinario cerca. Las mujeres misioneras son muy lindas y coquetas. No importa la edad. Se mueven con la soltura de saber que son bellas y vienen hacia uno como si bajaran de ovni, cual película de Spielberg; por lo menos es la sensación que dejan cuando se las ve a contraluz, a la mañana, a la tarde o bajo la luz de las farolas de un club de…¡rowing! Vaya palabreja anglosajona a contramano del guaraní aledaño.
Por supuesto que hay hombres bien cuidados y bronceados; pero una mujer en la noche es un diamante en la arena mis amigos.
Lanzada la fiesta entro a tocar un conjunto musical formado por jóvenes compenetrados con los ritmos brasileños. Una hora y media de batucadas, lambadas, cumbias y sambas arrancaron de las sillas a la concurrencia. Siempre diré lo mismo. Cuando escucho hablar o cantar en portugués me da la impresión de un idioma que no se terminó de formar frente al complejo castellano que hace parábolas con sinónimos y verbos pluscuamperfectos; dicho esto con toda humildad.
Como en todo baile fue necesaria la arenga de los artistas y que alguna pareja se animara a hacer punta. Increíble prurito de no aparecer como desesperados por divertirse o el recato que lleva en su lomo el temor al ridículo.
Entró a correr la cerveza y otras bebidas escondidas en los diversos colores de los jugos de frutas tropicales. Uno puede intuir la clase de explosivo que llevaban cuando a la hora hace una recorrida con la mirada por las mesas.
Ella comenzó a bailar sola, con saltos de gacela que cambiaban a pasos entrecruzados y movimientos discontinuos de hombros y caderas según las cadencias musicales.
Pasaban las canciones y ella seguía riéndose con un par de amigas que la acompañaban en su soliloquio bailarín.
Los niños y no tan niños jugaban con las espumas en aerosol; se reían a carcajadas aunque de sorpresa un chorro de nieve alcanzaba su objetivo en la cara del otro. Mojar la ropa era una cuestión secundaria ante la idea principal de vulnerar las defensas y resistencias a un carnaval, para justificar su histórico sentido de vale todo. Eso generaba un contraataque. Así unos cuántos se fueron empapando por añadidura.
La morocha seguía bailando ensimismada. Sola en su mundo a pesar de estar rodeada de gente. Bailaba como si tuviera una campana de vidrio a su alrededor. Su sonrisa amplia no se borraba en ningún momento ni su mirada se alejaba del piso o de la punta de sus pies. Bailaba para sí misma en una íntima celebración con su juventud y sus sueños alegres.
A las tres de la mañana apareció en cincuentón conquistador de la noche. Un refrán que dice: “Burro viejo quiere pasto tierno” lo pintaba de cuerpo entero. Con los párpados a media asta, cara de dulzura y cierta certeza que deja traslucir un buen pasar financiero, apostaba a una muchacha de contornos subyugantes. La invitaba a bailar; no salía. Le conversaba de cosas graciosas; no salía tampoco; cambiaba de táctica e insistía en bailar lo que sea con su presa. Negación con la cabeza. La amiga que hacia de partenaire finalmente la convenció y salieron juntas a danzar. Festival de curvas. Nuestro cazador bailaba con dos a la vez pero mantenía su mira telescópica puesta en el cervatillo vestido de blanco y tacos altos. Era un Isidoro Cañones con sus cachorras. Todo un éxito hasta el momento. Así la madrugada se fue estirando hacia el amanecer de una noche agitada.
Ya con pasitos más cortos, mas cansada y con la proverbial sonrisa en su rostro, ella, la morocha iba rumbo a batir el récord de resistencia en pista de baile. Fue la reina danzarina de esa velada.
Decidí que era la hora del regreso a casa. En la salida el galán de los años setenta subía a su camioneta cuatro por cuatro acompañado de su soledad. No pude evitar acordarme del filme del español José Sacristán y serenamente me convencí: “estamos todos solos”.

THAY.

¿Quien es ese tipo por el cuál unos cuantos poetas y músicos se movilizan hacia un pueblo del interior misionero a rendirle una suerte de homenaje?
No sé. Simplemente conocí a su hija Natasha, en las tertulias de las reuniones literarias, y me llegaron noticias de un libro que fue editado recientemente y expuesto hasta agotarse en la Feria del Libro de Buenos Aires.
Entre las incógnitas y mi genuino deseo de ir descubriendo comarcas de esta tierra me auné al grupo de profesantes de una fe incomprendida.
Me pasaron a buscar por la radio, donde inquietamente esperaba. Y cuán una banda de trovadores en gira salí con ellos rumbo a San Pedro, una localidad ubicada sobre la ruta 14 al norte de la provincia, según el colorido mapa que consulté la noche anterior para saber la brújula del destino.
De entrada me di cuenta que el viaje iba a ser estoico. Un colectivo japonés es una invitación al contorsionismo inevitable. Hacen los vehículos pensando en su tamaño y estatura. Y no sé quién tuvo la imbécil idea de comprar uno esos por más que sea económico en gastos de combustible; salvo que haya sido una donación japonesa para una provincia del Tercer Mundo, lo único que justificaría quedarse con una de esas “cosas” que sirven para llevar gente mínima, es decir, jockeys, boxeadores de peso mosca, niños hasta 10 años o enanitos de jardín.
Los que ya se conocían compartían humoradas y anécdotas residuales de otras andanzas.
Me propuse mirar todo lo que pudiera del paisaje a través de un vidrio empañado por un día lluvioso. Soy un expedicionario de las vidas ajenas antes que un aventurero de turismo ambulante.
La ruta como todas las rutas se vuelven tediosas, pero Misiones tiene sorpresivos rincones expuestos junto al camino. A cualquier camino.
Amo mi provincia dijo alguien a mi lado. Es hermosa pensé introvertidamente. ¿Quien? ¿La provincia o ella? Las dos, me conteste silenciosamente. Soy experto en soliloquios rumiantes. Eso también hay que anotarlo para el póstumo resumen de mi manera de ser, cuando se pregunte sobre mí.
Thay se hizo evidente cuando empecé a leer su biografía en la contratapa del libro compilado que era objeto de culto en la fecha, 28 de junio de 2008, coincidente con un aniversario de San Pedro. Vamos atando cabos. Era parte del juego de ir tejiendo, cuál araña trabajadora, la tela para atrapar en la brisa los fantasmas de este tipo, dicho con el mayor de los respetos.
Pasamos estaciones de servicio, plantaciones de yerba y té, aserraderos, pinares, gente en bicicleta, camiones con troncos, pobres olvidados en sus casuchas de madera a la vera de la ruta que saludan a cualquiera que pasa.
¿Qué pasó en esta fecha que dice aquí? Pregunté a quién iba a mi lado señalando la contratapa del libro.
- Murió mi padre – me dijo la hermosa muchacha que amaba Misiones como nadie.
- ¿Y de que murió?
- De cáncer de pulmón.
- ¿Fumaba mucho no?
- Tabaco negro...llegó a fumar 5 atados de 43/70 cortos…sobre todo cuando escribía…dejaba el montón de puchos en el cenicero – me ilustró amablemente imitando con su mano derecha una pequeño montículo de colillas de cigarrillos.
No pregunté más pero supe que el tipo fumó los cigarrillos que le gustaban a los “intrépidos” porque a esa marca la adoraban los que eran apasionados del Torino de 8 cilindros y de la imagen de macho arriesgado en la década del setenta.
Pero en la foto parecía un tipo intelectual, con esos anteojos Rayban y su barba de guerrillero en paz; no obstante ello me llegaba como un tipo de esos que “tienen hormigas en el culo”. No se porqué.
En Bernardo de Irigoyen el paisaje era lleno de nubes superficiales, al ras de las serranías; pasamos por paredones de piedras negras invadidas de helechos y otras plantas. Miles de verdes por todos lados. El pequeño colectivo japonés aminoró la marcha para atravesar la bruma condensada sobre el asfalto; no se veía demasiado.
Caramba pensé, vamos a homenajear al tipo que escribió este libro que tengo entre mis manos y parece que nos hundiéramos en el cielo mismo para ir a verlo en persona.
La música sertaneja nos arruinó los tímpanos por largo rato, ante un chofer impertérrito a los sutiles reclamos de los viajeros. Todo sea para que no se duerma y lleguemos sanos y salvos.
Para el colmo, uno de los amigos, que hacía muecas reiteradas como si se las hubiera estudiado en el espejo, dijo una frase llamativa. ¡Sólo en Misiones esta el Paraíso antes de llegar a San Pedro! Faltaba poco para llegar, unos 30 kilómetros.
A las dos de la tarde en la rotonda de San Pedro un cartel no dio la bienvenida. El colectivo siguió a una camioneta hasta un camping municipal. Un gran quincho, gente y humareda, se divisaban bajando por el camino de barro. Se nota que había llovido copiosamente.
Donde hay humo hay asado dice el refrán y me contenté con la idea de una parrillada esperándonos al refugio de aquel quincho.
Totalmente equivocada mi especulación. El humo de lejos, de cerca era vapor y la parrilla no tenía nada que se parezca a un costillar o menudencias. Pero había olor a comidita rica y nos esperaban para comer con unas mesas de madera, banquetas y los platos prolijamente puestos para los comensales.
¡Y…milagro amigos! Apareció en nuestros platos un guiso de arroz, lentejas y carne picada, sencillito y sabroso; exactamente ideal para un día de lluvia. Vino tinto borgoña, durito y corpulento. La sublime perfección para brindar por ese tipo llamado Thay que me había comenzado a caer simpático.
¡Gracias a Dios por el hambre!- dije – porque es bueno comer con hambre las comidas caseras; por el contrario no debe haber cosa más tediosa que comer una comida por obligación o comer sin hambre.
Llegando a la biblioteca municipal estaba el cartel que designaba la posteridad de ese nombre. Centro Cultural Thay Morgenstern.
La vieja Terminal de ómnibus fue sacada del abandono y donde antes llegaban o partían viajeros ahora arribaban sueños. ¿Será otra causalidad urdida por el alma trashumante de este rubio mocetón de sangre escandinava, o por prolongación de las mitocondrias de un vikingo de los mares verdes de la foresta subtropical?
Llovía insistentemente. Una acequia murmuraba letanías. La vieja construcción remozada de blanco y azul encerraba libros, placeres y deseos de aprender cestería, bordados, tejidos a crochet, inglés y danzas folclóricas. Un almacén de ramos generales de la cultura.
Los niños jugaban entre las sillas esos juegos que sólo ellos entienden pues en dos metros cuadrados instauran la cima del mundo y reinan.
Los músicos de la troupe armaron sus equipos y arrancaron con las canciones en la galería de la estación biblioteca. La cuestión era calentar el ambiente y llamar la atención de los lugareños que al parecer no se habían enterado de que allí se rendía un homenaje a un tipo que amó a ese pueblo con la fruición de los apasionados.
No había ningún representante del municipio; el intendente seguramente estaría expectante por la elección de la reina del pueblo, el bailongo de la noche y la visita del gobernador de la mañana siguiente. Ese tipo llamado Thay era una escala menor en su agenda política destinada a sucumbir ante las medias sabrosas del poder. Tal vez este Thay le hubiera deslizado la mirada como una fotocopiadora en la cara, al reflejo de las palabras luchadoras que leí en uno de sus cuentos. Me lo imagino de pocas pulgas cuando alguna cosa no le gustaba. Un intelectual retobao y un orejano pelirrojo.
Salí con mi compañero periodista a dar una vuelta de perro por lo que sería el centro de San Pedro. Auscultamos sus calles asfaltadas que van y vienen desde colinas a ondonadas acomodando las casas en un desafío de las geometrías y los trapecios. Por todas partes en ese pueblo hay araucarias. Se levantan con su umbela simétrica como raspando el cielo gris de esa tarde para desgarrarlo aún más.
El Thays que nos convocaba era “un loco de las araucarias”; amaba ese árbol al punto de ser el símbolo de su estirpe; un tipo noble, habitante de las intemperies, de los lugares olvidados por los hombres que no le dan importancia a las cosas demasiado comunes y que crecen a la buena de Dios. Thay no tenía esa lógica – me dijeron – de que lo simple era sinónimo de lo barato; para él crear lo simple, era el resultado de haber pagado caro cada minuto de la vida. Indudablemente un incomprendido o un tipo que iba a contramano del ideario de su época.
Caminé con Javier por esas calles empinadas que hacen acalambrar las piernas desacostumbradas y producen una segura agitación que se filtra entre las palabras. Por las calles de San Pedro se habla jadeando o no se habla.
Andando llagamos a conversar con el cura párroco correntino, que el día anterior estrenó su sotana en esa comarca; luego de una animada conversación nos invitó a comer un lechón al otro día después de los actos patronales. La gente me trae lechones – afirmó muy suelto de cuerpo – y me gusta compartirlos. Se lamentó no tener un lugar para que durmiéramos sino nos daba pensión completa. Así es difícil sentirse forastero en San Pedro y parafraseando al santo uno puede tocar el cielo con las manos.
De nuevo en la biblioteca, le pregunte a la mujer de Thay si sentía viuda o se sentía viva. A quemarropa para sorprenderla aviesamente.
Sencillamente me dijo que Thay estaba siempre en ella y en sus hijas. Que era imposible tratar de eludirlo para ensayar un espacio de olvido. Surge de las piedras, de las alcantarillas, de los idealistas, de los bohemios, de los revolucionarios de entrecasa, de los compañeros, de los vinos compartidos, y de los muchos predicados en la entraña misma del monte o la selva misionera. Dice su mujer que a Thay se lo conocía por los sapucay que lanzaba en la entrada del pueblo cada vez que llegaba, como un loco de la guerra. Una guerra de alegrías por pertenecer a una tierra que lo envolvía con su paño colorado cada vez que retornaba, que lo olfateaba como un perro para reconocer su olor como el documento de identidad de la naturaleza. Thay – añadió – era un escritor que decía que los libros tenían que llegar al pueblo y salía en un recitativo a caminar los obrajes para dárselos como una ostia de su alma a todos los peones. Eso me gustó mucho; prefiero los libros ensuciados por la mano de un trabajador a que estén pulcramente parados en los anaqueles.

Su hija Muriel– finalmente supe el nombre porque sonó en otras bocas al nombrarla – me contó que el tipo la llevaba a pescar, en esos días de lluvia y un día le hizo sentir el vibrar de la caña con un dorado ensartado luchando en el río. ¡Cómo olvidar a un padre sensorial como este! Un fanático de las multitudes acuáticas, de las tribunas de árboles con nombres en guaraní, un trajinador de pueblos fundados a machetes y bueyes. Sus hijas – todas con nombres dignos de relatos novelescos- son el compendio de su cara. Una la nariz, otra la frente, otra los labios.

Finalmente llegó el homenaje. Los trovadores estoicos del colectivo japonés pronunciaron sus poemas que describieron los gestos inolvidables y las fisonomías anímicas de Thay. El bibliotecario dijo que tardó un poco en comprender porque el nombre de Thay sería la mejor denominación para ese lugar. Hasta que se lo hicieron conocer las anécdotas y el fuego de sus poemas labriegos. A mi tocó leer ese cuento que me lo pintó como un Che Guevara de los desangelados, un quijote de las araucarias insoladas y defensor de las abrumadas orillas de las vertientes misioneras. Militante verbal de la ecología, dejó su huella felina en contra de las represas y anheló el castigo para las urdimbres impostoras del centralismo porteño. Leí su cuento El Dorado con el compás arremetedor de su prosa, imaginando ese gran pez que miraba desde el agua su selva, sus pájaros, su yaguareté. Un preámbulo, un adiós y un último sacrificio para defender lo que amó desde siempre. Thay se despedazó en esta Misiones que está salpicada por sus escamas, su carne, y su sangre. Difícilmente esta provincia bendita pueda limpiarse la cara en el futuro sin mirarse al espejo de las palabras este escritor que resultó ser un Gran Tipo.










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