Remigio

Mi padre fue sastre en su vida. Toda su vida. Desde que aprendió el oficio bien de abajo, barriendo el taller de un italiano de apellido Ruffa. Siempre lo recordaba con respeto y cariño. De algún modo lo salvó de un futuro incierto. Su territorio de pubertad y adolescente fue en la ciudad de La Banda, en Santiago del Estero. 

Mi padre fue hijo biológico de un juez de noble apellido: Ponce y Gómez.  Mi abuela quedó embarazada de un arrebato del letrado cuando trabajaba de empleada doméstica en su casa. Allá lejos y hace tiempo las cosas eran iguales en las porquerías pero se ocultaban más fácilmente. 

Mi padre tuvo una madre que fue padre al mismo tiempo porque avergonzada y vulnerada prefirió huir de las garras del notable sinvergüenza o cobarde para tenerlo sola y criarlo con sudor y lágrimas. Nació con el apellido Maidana pero después de un tiempo, María se casó con un carbonero que le dió su filiación paternal.  Desde entonces, Remigio, a los 10 años comenzó a llamarse Cruz. 

Padre o madre es el que cría, protege y obviamente ama. 

Recuerdo a mi padre en su relato de la vida pasada cuando el vino aflojaba su carácter adusto, especialmente los domingos, en los que la ceremonia de un trabajador era un puchero bien servido. Cerca del mediodía mi mandado era ir al almacén con la botella de Talacasto y el sifón de soda a buscar la bebida fresca porque No teníamos heladera. Se compraba hielo en barra sólo para las fiestas. 

Miraba a mi padre de diversos ángulos y con ánimos masomenos permanentes,salvo su cara de preocupación cuando faltaba el trabajo grande, como hacer un traje, un sobretodo, un pantalón. los remiendos eran para ir zafando. 

De niño uno mira a su padre desde abajo, como preguntando. En mi caso fue jugando con botones interminables partidos de Rácing contra cualquiera, porque era aquél célebre "equipo de José" y el Chango Cárdenas era el ídolo en la provincia y el país después del golazo al Celtic de Ingleterra. En la radio siempre prendida llegaban las transmisiones desde Buenos Aires. 

Mi padre me quiso enseñar el oficio pero No prendió en mí esa vocación tal vez porque lo vi renegar con clientes panzones y culones que querían el traje pintado como Carlos Gardel pero no les daba el cuero. Igual mi padre hacía magia con las tijeras y los tipos salían galanes de cine. Remigio era bueno en lo suyo. Realmente un artesano de primer nivel. 

Cuando estaba contento silbaba o cantaba la misma zamba de Los Chalchaleros. Resuenan en mi memoria las pocas estrofas que tarareaba: "..sapo cancionero...canta mi canción...que la vida es triste si no la vivimos con una ilusión"; la que silbaba mas seguido era "Cocherito"...."oiga cocherito...pa´ donde me va llevar..." 

Mi padre tenía clientes de la política, médicos, etc. que venían al taller No sólo a confeccionarse la ropa sino a conversar con él de los asuntos del país, del gobierno. Con segundo grado aprendió a leer con la voluntad con la que aprendió su oficio. Puntada a puntada, letra por letra. De no haber tenido que trabajar desde chico para ayudar a su madre con unas monedas, a lo mejor hubiera sido un profesional importante. Tanto como esos señores que venían a charlar y se quedaban un rato de tertulia mientras planchaba la prenda que iban a retirar. 

Uno de sus clientes fue el gobernador radical, el "Turco" Miguel. Otro fue Santucho, el guerrillero del ERP que vivía a tres cuadras. 

Mi padre me enseñaba con astucia. Me hacía leer el diario El Liberal en voz alta mientras surfilaba una percalina. A los ocho años ya leía de corrido. Me hizo periodista y locutor casi naturalmente. Así en el barrio los vecinos se asombraban al escucharme hablar de noticias y aconteceres cuando simplemente repetía como loro lo que mi prístina memoria guardaba de lo que leía en la silla petisa. Junto a él.

Mao, Kennedy, Churchill, Perón, Evita y Alfredo Palacios eran nombres conocidos en mi casa. Los chicos de mi edad me miraban como bicho raro cuando soltaba esos apellidos ilustres de casualidad. Era mi padre que estaba en mi, tallado como la historia misma de esos tiempos. 

Crecí admirándolo en las reuniones del sindicato, del Club Villa Mercedes. Con sus anécdotas del servicio militar en Rosario de la Frontera, Salta donde fue campeón de tiro. Con leyendas de almamulas  en desolaciones campesinas. Con el brasero encendido en los inviernos entibiando palabras que enseñan. 

De vez en cuando vienen a mi, el retumbo de sus frases, sus permanentes deseos de justicia, su bronca con los militares del 76 porque nunca pensó que "el ejercito argentino ande revolviendo las bombachas en las casas" en esos años de tragedia nacional auto infringida. 

Mi padre soñó con un mundo mejor para sus hijos y sus nietos como todos los padres. De eso estoy seguro. Por suerte lo aproveché casi sin darme cuenta en la infancia y en la pubertad porque uno era chico hasta los 15 o 16. No había la aceleración del siglo 21 aunque desde 1969 cuando el hombre llegó a la Luna él me decía que se venía otro mundo.

Y así fue. Mi generación es como el último eslabón del trompo, las bolitas y las figuritas y la aceleración de la historia para peor, que la tecnología en su fase maldita descorazona al hombre del prójimo. 

Sé que mi padre está en mi en algunos gestos. Cuando suelto una carcajada media corta y me saltan las lágrimas. En los silencios largos que a veces me asaltan. En el beso sin afeitar. 

Alcides Cruz


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