No son los de abajo sino los de arriba

De un lado del paredón están los pudientes con sus regias casas, perros peinados y jardines de pasto inglés. Del otro, el asentamiento del pobrerío con sus casas precarias, sus ropas tendidas y sus niños moqueando. 

El que se vuelve rico genera la auto indulgencia del poder. No sentir culpa de tener dinero es la moral. Es la meritocracia del espermatozoide que llegó primero, tan instintivo como la razón de las bestias. 

El perdón se compra en indulgencia los domingos en la iglesia, por lo tanto da lo mismo comer ostias y cagar diablos. Es la sinrazón del egoísmo y la justificación divina de la desigualdad. Pobres habrá siempre. 

Los pobres son tan necesarios como las cucarachas que arrastran la mugre de las ciudades en sus carros. Deben andar por los subsuelos y las catacumbas, con sus trapos, sus drogas mortales, creando su propia eutanasia social. 

No son los últimos ni los descartados los que provocan los males sino aquellos poderosos que tienen el andamiaje de abogados y contadores para ocultar las riquezas. La idea es disolver sus deudas en los pesares del resto. 

Desde el poder acusan a los más débiles de ser una carga para sus impuestos porque no pagarlos es la moral de origen; abrir la mano para recibir el crédito a tasa cero o el crédito sin reintegro. Que lo pague Dios es lo más justo para el rico. ¿Quién es el más miserable ante sus ojos?



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