La ventana

Desde aquella ventana del taller de mi padre, dividida en cuatro paños de vidrio, miraba a lo largo de la calle de tierra empapada por la lluvia. Los otoños y sus días grises me llevaban inexorablemente a pararme a ver la tristeza del vacío. 

Hacía frío. La siesta era un espacio mágico por el silencio; algún perro vagabundo atravesaba el paisaje de humedad con sus pelos mojados en la llovizna. 

A las cuatro, el diarero de la tarde irrumpía con su alargado voceo: "lahooooraaaa!". Recuerdo esa niñez subido a una silla para asomar mi cara a la cuadratura del vidrio. Fizgoneaba las siestas de otoño, llena de silencios y botones desparramados en la mesa de trabajo de mi padre. 

El crimen de Mengo. Un nombre que no olvidé jamás desde los años 60.  Tenía 6 años y todo Santiago del Estero habló del homicidio de un prestamista, su mujer e hijo. La cárcel donde encerraron al tucumano Ángel Mengo quedaba a tres cuadras de mi casa. El torreón del guardia se veía a lo lejos. 

Las siestas de otoño se parecen a los gorriones. Humildes, marrones, grises, con poco y nada. El susurro de la casuarina del vecino, dueña de las incontables horas bajo su tenue sombra. 

El otoño de ayer tiene el aroma del matecocido con azúcar quemada en brasa. El humo del tabaco en chala. De retazos de telas y vapores de plancha de hierro. 

Mi niñez otoñal me devuelve el reflejo de un niño solo guardando recuerdos para el futuro. 


Alcides Cruz

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