El secreto

A la señora la conocí vendiendo libros. Toque el timbre de su casona de Palermo un mediodía. El mismo viejo timbre como ombligo sigue ahí. Suena en el fondo.

A los veinticinco tenia hambre y bohemia en abundancia.
Ella me hizo pasar porque le hable de dos o tres autores de novelas best seller.
Rogué aquella vez que no me preguntara mas allá de lo que reseñaban las contratapas.
Era profesora de ingles. Solterona respetable con finos ademanes de te.
Morochito, flacucho y de pensión. Ideal para dar lastima supongo.
Quería conversar con alguien. No se.
Me sirvió un pedazo de tarta y soda de sifón. Aquellos de vidrio y cabeza de metal.
Le conté mis pesares y sueños en Buenos Aires.
Ella me hablo de su ultimo viaje a las afueras de Londres.
Volví varias veces, de cuando en cuando a inaugurar poemas con ella en su mesa redonda de mantel de hilo tejido a crochet.
Paso el tiempo. Pasamos nosotros en verdad.
Ella se alegro en sus ojos azules al verme. Su piel tiene hoy esa transparencia de papel de arroz con sutiles rosados subcutáneos. Arrugas suaves con capilares.
Las paredes de la casona tienen también los rastros de varias pintadas encima. Blancas y descascaradas ligeramente. Allí lucen las azaleas en contraste.
La venerable anciana me llevo a la terraza subiendo la escalera del patio. En cada escalón tiene un cactus en miniatura.
Donde era la habitación de huéspedes hoy es la cocina de un restaurante de primavera y verano.
Abre en octubre y cierra a mediados de marzo.
Allí esta la cocina a leña enlozada. El secreto de las tartas.
Alcides Cruz.

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